Se han convertido en un elemento más del paisaje urbano de La Paz y cada vez es más habitual verlos por las calles vendiendo fruta o dulces, limpiando parabrisas o regentando pequeños puestos de limpiabotas. Son los más de 403.000 niños que actualmente se ven obligados a trabajar en Bolivia, donde el impacto económico de la pandemia y el crecimiento de la pobreza ha provocado un aumento del trabajo infantil.
Ya durante la pandemia las restricciones impuestas por las autoridades y el cierre de los centros educativos dejaron a miles de niños sin acceso a la educación, puesto que en muchísimos hogares humildes no había ordenadores ni conexión a Internet. Según una encuesta realizada entre adolescentes por Unicef Bolivia, durante la cuarentena cuatro de cada diez menores no asistieron a clase a través de ninguna plataforma virtual, una cifra que en las comunidades rurales fue aún mayor.
A pesar de que en Bolivia la educación obligatoria comienza a los cinco años y se prolonga hasta el Bachillerato, los expertos calculan que un 10% de los que dejaron los estudios durante la pandemia ya no volverán a pisar las aulas. Ahora mismo, sólo en La Paz el número de niños menores de 14 años que trabajan se cifra en 237.000. Algunos ayudan a sus padres fuera de las horas de colegio, pero la mayoría lo hace por extrema necesidad y en detrimento de su educación.
Consecuencias irreversibles
Desde 2014, Bolivia es el único país que permite expresamente en su legislación el trabajo infantil a partir de los diez años, una anomalía que incumple los convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) pero que también responde a la pobreza estructural y la inestabilidad económica que desde hace décadas marca el camino al país andino. El trabajo infantil está tan extendido que los niños incluso tienen su propio sindicato -la Unión de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores de Bolivia (UNATSBO)-, que defiende su derecho a trabajar para poder contribuir a la economía familiar y pagarse los estudios.
Sin embargo, el trabajo a edades tan tempranas acarrea consecuencias muy negativas para los menores, ya que puede exponerles a situaciones de explotación, causar daños en su autoestima, deteriorar su desarrollo físico y mental, y profundizar el ciclo de pobreza y desigualdad en el que se encuentran. No es casualidad que la población más afectada por el decrecimiento económico tras la pandemia sean las clases más humildes, es decir, las que viven al día o trabajan en las profesiones con mayor temporalidad.
Un motor de cambio en El Tejar
Las vías para atajar este problema son varias y pasan por adoptar políticas nacionales que protejan a los niños y adolescentes; generar empleos dignos y estables para los adultos; potenciar el rol de las mujeres para contribuir a la economía familiar, especialmente en los hogares pobres; y promover una educación universal de calidad y gratuita. Por esta razón, la reapertura este año del centro infantil Mario Losantos del Campo -una vez superadas las restricciones de la pandemia- ha supuesto un inmenso alivio para la población de El Tejar, el barrio periférico de La Paz donde trabajamos.
Desde esta escuela no sólo brindamos educación preescolar gratuita a más de 130 niños procedentes de familias con pocos recursos, sino que también proporcionamos empleo estable a un nutrido personal formado en su mayoría por mujeres – las maestras, pero también cocineras, limpiadoras o trabajadoras sociales- y facilitamos la conciliación de decenas de parejas que, de no contar con el apoyo de nuestro centro, tendrían que renunciar al salario de uno de sus miembros para cuidar de sus hijos.
Una cosa ha quedado clara: un solo proyecto puede modificar el ecosistema que lo rodea hasta el punto de cambiar por completo el destino de una comunidad entera.